El sol y el viento discutían sobre cuál de dos era más fuerte.
La discusión fue larga, porque ninguno de los dos quería ceder.
Viendo que por el camino avanzaba un hombre, acordaron en probar
sus fuerzas desarrollándolas contra él. - Vas a ver - dijo el viento
- como con sólo echarme sobre ese hombre, desgarro sus vestiduras.
Y comenzó a soplar cuanto podía. Pero cuanto más esfuerzos hacía,
el hombre más oprimía su capa, gruñendo contra el viento, y seguía caminando.
El viento encolerizado, descargó lluvia y nieve, pero el hombre no se detuvo
y más cerraba su capa. Comprendió el viento que no era posible arrancarle la capa.
Sonrió el Sol mostrándose entre dos nubes, recalentó la tierra y el pobre hombre,
que se regocijaba con aquel dulce calor, se quitó la capa y se la puso sobre el hombro.
-Ya ves- le dijo el Sol al Viento- como con la bondad se consigue más que con la violencia.
L. Tolstoi
Los seres humanos deberíamos pensar profundamente acerca de nuestras acciones.
Utilizamos la violencia, la ironía, la agresividad, la sorna y la burla
para tratar de lograr nuestros objetivos. Pero no nos damos cuenta de que,
la mayoría de las veces, con esos métodos, son más difícil de alcanzarlos.
Siempre una sonrisa puede lograr mucho más que el más fuerte de los gritos.
Y basta con ponerse por un momento en el lugar de los demás para comprobarlo.
¿Preferimos una sonrisa o un insulto?...
¿Preferimos una caricia o una bofetada?...
¿Preferimos una palabra tierna o una sonrisa irónica?...
Pensemos que los demás seguramente prefieren lo mismo que nosotros...
Entonces tratemos a nuestros semejantes de la misma manera en la que nos gustaría ser tratados...
Así veremos que todo será mejor... Que el mundo será mejor... Que la vida será mejor...
Un hombre poseía un perrito y un asno. El perrito era muy inteligente y juguetón;
el asno, muy trabajador, aunque un tanto torpe. El perrito era, en verdad,
sumamente gracioso y gran compañero de su amo, que le adoraba.
Cuando el hombre salía de la casa, siempre, al regresar, le traía alguna golosina,
pues le alegraba ver cómo el animalito daba grandes saltos para sacárle de las manos.
Celoso de tal predilección, el simple del burro dijose un día, sin disimular su envidia.
- ¡ Le premia por verle mover la cola, y por unos cuantos saltos le colma de caricias !
¡ Pues yo haré lo mismo ! Se acercó saltando y, sin querer,
le dio una tremenda coz a su dueño, quien, furioso, le condujo para atarle al pesebre.
Moraleja
Asume tu papel con optimismo: No todos sirven para hacer lo mismo.
Aquí llega el noche
el que tiene las estrellas en las uñas,
con caminar furioso y perros entre las piernas
alzando los brazos como relámpago
abriendo los cedros
echando las ramas sobre sí,
muy lejos.
Entra como si fuera un hombre a caballo
y pasa por el zaguán
sacudiéndose la tormenta.
Y se desmonta y comienza a averiguar
y hace memoria y extiende los ojos.
Mira los pueblos que están
unos en laderas y otros agachados en los barrancos
y entra en las casas
viendo como están las mujeres
y repasa las iglesias por las sacristías y los campanarios
espantando cuando pisa en las escaleras.
Y se sienta sobre las piedras
averiguando sin paz.
Ramón Palomares
Dicen que había un ciego sentado en la vereda, con una gorra a sus pies
y un pedazo de madera en la cual se leía:
“POR FAVOR, AYÚDENME, SOY CIEGO”
Un creativo de publicidad que pasaba frente a él,
se detuvo y vio unas pocas monedas en la gorra.
Sin pedirle permiso tomó el cartel, le dio la vuelta, tomó una tiza y escribió otro anuncio.
Volvió a poner el pedazo de madera sobre los pies del ciego y se fue.
Por la tarde el creativo volvió a pasar frente al ciego que pedía limosna,
su gorra estaba llena de billetes y monedas.
El ciego reconoció sus pasos y le preguntó qué había puesto en el cartel.
El publicista le contestó:
“Nada que no sea tan cierto como tu anuncio, pero con otras palabras”,
sonrió y siguió su camino.
El ciego nunca lo supo, pero su nuevo cartel decía:
“HOY ES PRIMAVERA,Y NO PUEDO VERLA”
Hubo una vez un lindo ruiseñor que hacía su nido en la copa de un gran roble.
Todos los días el bosque despertaba con sus maravillosos trinos.
La vida volvía a nacer entre sus ramas. Las hojas crecían y crecían.
También lo hacían los polluelos del pequeño pajarito.
Su nido estaba hecho de ramitas y hojas secas.
Algunas ardillas curiosas se acercaban para ver como los polluelos picoteaban el cascarón hasta
dejar un hueco en el que poder estirar su cuello. Empujaban con fuerza y lograban salir hacia fuera.
Sus plumitas estaban húmedas. En unas cuantas horas se habrían secado
y los nuevos polluelos se sorprenderían de lo que les rodeaba.
El árbol estaba orgulloso de ellos. Él también era envidiado por los demás árboles
no sólo por tener al ruiseñor sino por la belleza de su tronco y sus hojas.
Era grandioso verlo en primavera.
Al llegar el otoño, las hojitas de los árboles volaban hacia el suelo.
Con gran tristeza caían, pero el viento las mimaba y las dejaba caer con suavidad.
Al pasar el tiempo éstas serían el abono para las nuevas plantas.
Al ruiseñor le gustaba jugar entre sombra y sombra. Revoloteaba haciendo piruetas,
buscando la luz y cuando un rayo de sol iluminaba sus plumas,
unas lindas notas musicales acompañaban su alegría y la de sus polluelos.
Un día un hongo fue a vivir con él. Ya lo conocía de antes se llamaba Dedi, bueno,
tenía un nombre muy raro, pero ellos le llamaban así.
El roble comenzó a sentirse enfermito, tenía muchos picores y su piel se arrugaba.
De vez en cuando le corría un cosquilleo por el tronco.
Estaba un poco descolorido, ni siquiera tenía ganas de que los ciempiés jugaran alrededor de sus raíces.
Él hongo estaba celoso del árbol y de su amistad con el ruiseñor.
Pensó que si le enfermaba, el ruiseñor le haría mas caso a él,
envidioso de su amor no le importó hacerle sufrir.
Los demás animales convencieron al hongo para que abandonara al árbol. Así conseguiría,
ser su amigo pero nunca por la fuerza.
A partir de aquel día siempre se juntaban para ver amanecer.
El hongo aprendió una gran lección, su poder y su fuerza debía utilizarlas, para algo bueno,
para crear, no para destruir.
Una vez,
un pescador
se fue cortando al viento;
tiró la red,
la recogió vacía;
en tanto ensangrentado el sol
con todo el peso de su cuerpo
se arrimaba en la tarde;
de pronto,
el mar
comenzó a sacudirse
como animal mojado;
el pescador cayó
en brazos de las algas;
en la espina de un pez
se fue su corazón,
aguas abajo,
y en la porosa playa
ese día encontraron
un pedazo de sal
semejante a una lágrima.
Euler Granda