Iba alegre la lechera camino del mercado. Con paso vivo, sencilla y graciosa,
sostenía sobre su cabeza un cántaro lleno de leche. Ese día se sentía realmente feliz
y a medida que se iba acercando al pueblo, su dicha aumentaba.¿Por qué?
Porque la gentil lechera caminaba acompañada por sus pensamientos y con la imaginación
veía muchas cosas hermosas para el futuro.
"Sí-pensaba-.Ahora llegaré al mercado y encontraré en seguida comprador para esta riquísima leche.
Sin duda, han de pagármela a buen precio, que bien lo vale.
"En cuanto consiga el dinero, allí mismo compraré un canasto de huevos.
Lo llevaré a mi cabaña y de ese montón de huevos, lograré sacar , ya hacia el verano,
cien pollos por lo menos. ¡Ah, que feliz me siento de pensarlo solamente!
Me rodearán esos cien pollos piando y piando y no dejaré que se le acerque zorra ni comadreja enemiga.
"Una vez que tenga mis cien pollos, volveré al mercado. Y entonces, entonces...
los venderé para comprar un cerdo.
"Sí, un cerdo, no muy grande, un lechoncito rosado. ¡Ya me encargaré yo de cebarlo!
Crecerá y se pondrá gordo, porque estará bien alimentado con bellotas y castañas.
Será un cerdo enorme, con una barriga que ha de arrastrarse por el suelo. Yo lo conseguiré."
Siguió la lechera su camino, sonriendo ante la idea de ser dueña de tan robusto animal.
¿Que haría? Lo pensó un instante. Y otra vez una sonrisa de felicidad iluminó su linda carita.
"Claro está. Ya se lo que me conviene. Ese cerdo magnífico bien valdrá un buen dinero.
¡Con él me compraré una vaca! ¡Una vaca y ...un ternero!
¡Ah, que gusto ver al ternerito saltar y correr en mi cabaña!"
Ya se imaginó la lechera correteando junto al ternerito. Y al pensarlo,
río alegremente a tiempo que daba un salto.¡Hay cuanta desdicha siguió a su alegría!
Al dar el salto , cayó de su cabeza el cántaro que se rompió en mil pedazos.
La pobre lechera miró desolada cómo la tierra tragaba el blanco líquido.
Ya no había leche, ni habría pollos, ni cerdo, ni vaca, ni ternero.
Todas sus ilusiones se habían perdido para siempre, junto con el cántaro roto
y la leche derramada en el camino.
¿De quién es esta voz? ¿Por dónde suena
la voz esta, celeste y argentina,
que transe, leve, con su hoja fina
el silencio de hierro de mi pena?
Dime, blancura azul de la azucena,
dime, luz de la estrella matutina,
dime frescor del agua vespertina:
¿conocéis esta voz sencilla y buena?
Voz que me hace volver los ojos, triste
y alegre, a no sé qué cristal de gloria
de oro, en que el ángel canta su ¡Aleluya!
Que no es de boca ni laúd que existe,
que no ha salido de ninguna historia…
¿De quién, de qué eres, voz que no eres suya?
Juan Ramon Jimenez
En la mitología griega Cércafo era uno de los helíadas, hijo por tanto del dios del Sol, Helios, y de la ninfa Rodo. Los helíades recibieron el gobierno de Rodas después de la expulsión de los telquines, poderosos daimones con cabeza de perro que desafiaron a los dioses al manejar los fenómenos atmosféricos y hacer llover agua de la laguna Estigia. Para exterminarlos Zeus provocó la inundación de la isla, pero la mayoría de los telquines lograron huir. Entonces Helios, al que le había correspondido la posesión de Rodas, la hizo emerger de las aguas con sus rayos, la bautizó con el nombre de su amada Rodo y dio su gobierno a los siete hijos que había tenido con ella. Pero envidiosos de las habilidades de su hermano Ténages, cuatro de los restantes helíadas planearon su asesinato. Cuando el crimen se descubrió fueron expulsados de Rodas, por lo que sólo quedaron en la isla los dos hermanos que no habían participado, esto es, Cércafo y Óquimo. Oquimo, que era el mayor, se hizo con el trono de Rodas. Con Hegetoria tuvo una hija llamada Cidipe o Cirbia, que acabó casándose con Cércafo, que se convertía así en heredero de su hermano. Sin embargo, Cidipe estaba prometida a Ocridión, pero la traición de un heraldo de éste la dio en matrimonio a Cércafo. Por esto, desde entonces, ningún heraldo se atrevía a entrar en el templete de Ocridión. Según otra versión, Ocridión consiguió casarse con Cidipe, pero Cércafo, que la amaba, la raptó y no regresó hasta que Oquimo era ya un anciano. Cércafo y Cidipe tuvieron tres hijos, llamados Camiro, Lindo e Ialiso, epónimos de las tres ciudades principales de Rodas y de las circunscripciones en las que se dividió, aunque Píndaro afirma que éstos eran hijos de la misma Rodo y hermanos, por tanto, de Cércafo.
Había una vez tres personas que buscaban el agua de la vida, esperando que,
después de beberla, vivirían para siempre.
Una de estas personas era un guerrero. En su opinión, el agua de la vida tendría muchísima fuerza
sería algo así como un torrente o una catarata y por eso se había embutido en una armadura
y provisto de una espada, convencido de que así podría vencer al agua y bebérsela.
La segunda persona era una hechicera. En su opinión, el agua de la vida era mágica
algo así como un remolino o un geiser, de manera que podría controlarla con un hechizo.
Para ello, se había enfundado en una larga capa estrellada. La tercera persona era un mercader.
En su opinión, el agua de la vida era tremendamente costosa algo así como una fuente de perlas o de diamantes.
Por eso decidió llenarse todos los bolsillos de su atuendo con monedas de oro,
con la esperanza de comprar el agua. Pero cuando los viajeros llegaron a su destino,
se encontraron con que estaban muy equivocados.
En efecto, el agua de la vida tenía poco o nada que ver con lo que se habían imaginado.
No era un torrente susceptible de ser intimidado por una muestra de fuerza.
Ni tampoco era un remolino que pudiera ser encantado por un hechizo.
Y tampoco era una fuente de perlas o de diamantes que pudiera comprarse con dinero.
Era, simple y llanamente, un pequeño arroyo de agua dulce. De hecho,
lo único que hacía falta para beneficiarse de los poderes mágicos del agua era arrodillarse y beber.
Claro que esto resultó mucho más difícil de lo que hubieran imaginado.
El guerrero, con su armadura, era incapaz de ponerse de rodillas. Por otra parte,
la larga capa mágica de la hechicera perdía los poderes mágicos en cuanto se manchaba de barro.
Y el mercader, con tanto dinero a cuestas, corría el riesgo de que las monedas
se le escaparan de los bolsillos y se colaran entre los cantos del arroyo
en el momento en que se arrodillara. Así que ninguno de los tres, de pie como estaban,
podía beber del arroyo. Sólo había una solución posible para cada uno de ellos.
El guerrero se despojó de la armadura. La hechicera arrojó al barro la capa.
Y el mercader se quitó la ropa que había llenado de monedas. Y así, uno a uno,
se fueron arrodillando como Dios les trajo al mundo, para beber el agua del arroyo
que les concedería la vida eterna.
Musa de juventud, que a la eterna distancia
del olvido dilatas tu perenne armonía,
el último vestigio de una ideal fragancia
hoy sube del jardín de mi melancolía.
Verdor de las praderas cuajadas de rocíos,
tu recuerdo minora la fatiga doliente
con que los corazones de ilusiones vacíos
se pierden en la noche pacífica y doliente.
Hoy que, mudas las voces de todas las virtudes,
me devora el supremo dolor del egoísmo,
purísima visión de muertas juventudes,
cómo pensar que un día naciste de mí mismo.
Cuando, tras horas crueles de fiebre y desaliño,
un minuto de paz me concede la suerte,
la visión melancólica de mis ojos de niño
me agobia con la enorme tristeza de la muerte.
Max Jara