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13 septiembre 2009 7 13 /09 /septiembre /2009 13:20

 


El rey había entrado en un estado de honda reflexión durante los últimos días.
Estaba pensativo y ausente. Se hacía muchas preguntas,
entre otras por qué los seres humanos no eran mejores.
Sin poder resolver este último interrogante,
pidió que trajeran a su presencia a un ermitaño que moraba en un bosque cercano
y que llevaba años dedicado a la meditación, habiendo cobrado fama de sabio y ecuánime.
 
Sólo porque se lo exigieron, el eremita abandonó la inmensa paz del bosque.
- Señor, ¿qué deseas de mí? -preguntó ante el meditabundo monarca.
- He oído hablar mucho de ti -dijo el rey-. Sé que apenas hablas,
que no gustas de honores ni placeres, que no haces diferencia entre un trozo de oro
y uno de arcilla, pero todos dicen que eres un sabio.
 
- La gente dice, señor -repuso indiferente el ermitaño.
- A propósito de la gente quiero preguntarte -dijo el monarca-.
¿Cómo lograr que la gente sea mejor?
 
–Puedo decirte, señor -repuso el ermitaño-, que las leyes por sí mismas no bastan,
en absoluto, para hacer mejor a la gente. El ser humano tiene que cultivar ciertas actitudes
y practicar ciertos métodos para alcanzar la verdad de orden superior
y la clara comprensión. Esa verdad de orden superior tiene, desde luego,
muy poco que ver con la verdad ordinaria.
 
El rey se quedó dubitativo. Luego reaccionó para replicar:
 
- De lo que no hay duda, ermitaño, es de que yo, al menos,
puedo lograr que la gente diga la verdad; al menos puedo conseguir que sean veraces.
El eremita sonrió levemente, pero nada dijo. Guardó un noble silencio.
 
El rey decidió establecer un patíbulo en el puente que servía de acceso a la ciudad.
Un escuadrón a las órdenes de un capitán revisaba a todo aquel que entraba a la ciudad.
Se hizo público lo siguiente:
“Toda persona que quiera entrar en la ciudad será previamente interrogada.
Si dice la verdad, podrá entrar. Si miente, será conducida al patíbulo y ahorcada”.
 
Amanecía. El ermitaño, tras meditar toda la noche, se puso en marcha hacia la ciudad.
Su amado bosque quedaba a sus espaldas. Caminaba con lentitud. Avanzó hacia el puente.
El capitán se interpuso en su camino y le preguntó:
 
- ¿Adónde vas?
 
- Voy camino de la horca para que podáis ahorcarme -repuso sereno el eremita.
 
El capitán aseveró:
 
- No lo creo.
 
- Pues bien, capitán, si he mentido, ahórcame.
 
- Pero si te ahorcamos por haber mentido -repuso el capitán-,
habremos convertido en cierto lo que has dicho y, en ese caso,
no te habremos ahorcado por mentir, sino por decir la verdad.
 
- Así es -afirmó el ermitaño-.
 
Ahora usted sabe lo que es la verdad… ¡Su verdad!

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