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6 enero 2010 3 06 /01 /enero /2010 12:40

El-Centinela.jpg
 
Estos días pasados de la Navidad, cada vez que uno hablaba con cualquier amigo
y comentaban cómo ha sido barrido Cristo de la Navidad visible
(cómo en los escaparates de los comercios no ves un nacimiento ni por equivocación,
sino todo tipo de osos, osas, ositos, gnomos, ciervos y demás habitantes de los bosques;
cómo en la tele ya es prácticamente imposible oír un villancico;
cómo la gente te dice "felices fiestas", porque les da como corte decir "feliz Navidad",
y etcétera), yo siempre terminaba pensando dos cosas: una era el recuerdo de una vieja fábula
y la otra un versículo del Evangelio de San Lucas, que es la frase más terrible que yo haya oído jamás.
La fábula es la siguiente:
 
Érase que se era un viejo pequeño pueblecito, presidido por un castillo aún más viejo,
que estaban situados en la frontera de un país lejano, al lado de un gran desierto.
Tanto el pueblo como el castillo eran muy aburridos, porque raramente pasaba alguien cerca de ellos.
Alguna vez se detenían a pernoctar extrañas caravanas o caminantes solitarios, pero,
en cuanto se alimentaban y descansaban, volvían a irse, dejando a los habitantes del pueblecito
y del castillo con su diario aburrimiento.
 
Y así hasta que un día llegó un mensaje del rey de la nación informando de que, en la corte,
se habían recibido noticias de que Dios en persona iba a venir a su país,
si bien aún no se sabía qué ciudades y zonas visitaría. Pero era probable o, al menos,
posible que pasara por nuestro pueblecito. Por lo cual, por si acaso, el pueblo
y el castillo debían prepararse para recibirle tal y como Dios se merecía.
 
Esto trastornó de entusiasmo a las autoridades, que mandaron reparar las calles,
limpiar las fachadas, construir arcos triunfales, llenar de colgaduras los balcones.
Y, sobre todo, nombraron centinela al más noble habitante de la aldea.
Este centinela tendría la obligación de irse a vivir a la torre más alta del castillo y desde allí
avizorar constantemente el horizonte, para dar lo antes posible la noticia de la llegada de Dios.
 
El centinela recibió el encargo con orgullo: jamás en su vida había hecho algo tan importante.
Y se dispuso a permanecer firme en la torre con los ojos abiertos como platos.
"¿Cómo será Dios?", se preguntaba a sí mismo. "¿Y cómo vendrá? ¿Tal vez con un gran ejército?
¿Quizá con una corte de carros majestuosos?" En este caso, se decía, será fácil adivinar
su llegada cuando aún esté lejos.
 
Y durante las veinticuatro horas del día y de la noche no pensaba en otra cosa
y permanecía en pie y con los ojos abiertos. Pero, cuando hubieron pasado así algunos días y noches,
el sueño comenzó a rendirle y pensó que tampoco pasaría nada si daba unas cabezadas,
ya que Dios vendría precedido por sones de trompetas, que, en todo caso, le despertarían.
 
Y pasaron no sólo los días, sino también las semanas, y la gente del pequeño pueblo regresó a su vida
de cada día y comenzó a olvidarse de la venida de Dios. Y hasta el propio centinela dormía ya tranquilo
las noches enteras y él mismo se dedicaba a pensar en otras cosas, porque ya no era capaz de concentrarse
sólo en aquella espera.
 
Y pasaron no sólo las semanas, sino también los meses e incluso los años y ya nadie en el pueblo
se acordaba de aquel anuncio para nada. Incluso un año de gran hambre, la población fue desfilando,
uno tras otro, hacia tierras más prósperas. Y se quedó solo el centinela, aún subido en su torre,
esperando, aunque ya con una muy débil esperanza. Y pasaban ejércitos y caravanas que,
por unos momentos, encendían sus sueños, pero ninguno era el ejército o la caravana del Dios anunciado.
 
Y el centinela comenzó a pensar: "¿Para qué va a venir Dios? Si este pueblo nunca tuvo interés alguno,
y ahora, vacío, mucho menos. Y si viniera al país, ¿por qué iba a detenerse precisamente
en este castillo tan insignificante?" Pero, como a él le habían dado esa orden
y como esa orden le había levantado la esperanza, su decisión de permanecer era más fuerte que sus dudas.
 
Hasta que un día se dio cuenta de que, con el paso de los días y los años,
se había vuelto viejo y sus piernas se resistían a subir la escalera de la torre.
Sintió que sus ojos se iban cerrando, que ya apenas veía y que la muerte estaba acercándose.
Y no pudo evitar que de su garganta saliera una especie de grito:
"Me he pasado toda la vida esperando la visita de Dios y me voy a morir sin verle."
 
Y entonces, justamente en ese momento, oyó una voz muy tierna a sus espaldas.
Una voz que decía: "Pero ¿es que no me conoces?" Entonces el centinela, aunque no veía a nadie,
estalló de alegría y dijo: "¡Oh, ya estás aquí! ¿Por qué me has hecho esperar tanto?
Y ¿por dónde has venido que yo no te he visto?" Y, aún con mayor dulzura, la voz respondió:
"Siempre he estado cerca de ti, a tu lado, más aún: dentro de ti. Has necesitado muchos años
para darte cuenta. Pero ahora ya lo sabes. Este es mi secreto: yo estoy siempre con los que me esperan
y sólo los que me esperan, pueden verme."
Y entonces el alma del centinela se llenó de alegría. Y viejo y casi muerto, como estaba,
volvió a abrir los ojos y se quedó mirando, amorosamente, al horizonte.
 
Esta es la fábula de la que hablé al principio.
Y el texto que San Lucas escribió en el capítulo 18,8 de su evangelio,
y que tanto me ha hecho temblar al ver la paganización de las Navidades,
es éste: "Pero, cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?"
Porque podría suceder que, cuando vuelva, no haya nadie en la torre.
 
Autor
José Luis Martín Descalzo,
en "Razones desde la otra orilla".

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